Reflexiones sobre el mal
Voy a exponer dos distintas
ópticas para observar el fenómeno. La primera de ellas habla de mi
propia experiencia, desde temprana edad, la cual me motivaría, a buen
seguro, a mantener siempre una actitud crítica ante el desajuste existente entre lo que se habla y lo que se hace;
desajuste e incoherencia entre las responsabilidades supuestas a
diversos roles sociales (autoridad de cualquier tipo, desde el ámbito
familiar, pasando por el mundo de la conciencia, llegando a los estadios
religiosos y políticos) y su acción práctica hacia los tutelados. Así
que me expresaré como el tutelado que un día fui.
La
segunda óptica es mucho más sofisticada, pues introduce elementos
metafísicos para la comprensión y resolución del conflicto sobre el mal.
Mi propia experiencia
El camino recorrido por mi
persona hasta el día de hoy: una lucha permanente que, en pos de la
supervivencia emocional conduce a una planificación intelectual frente
al mal que me rodeaba. Intelectual, pues A) religiosa, B) social, C) familiarmente, se me decía que no debía oponer resistencia al estatus dominante.
Se me pedía sumisión, no porque se considerase inútil todo
enfrentamiento con el mal, sino como consecuencia de la infravaloración
de la gravedad del mismo.
Quienes subestimaban la gravedad del mal que sutilmente se había hecho un hueco en mi vida (en la de todos, aunque no fueran conscientes de ello) permanecían anclados en el atavismo, en el respeto a la tradición y el adoctrinamiento desarrollado en A, B y C.
De
algún modo, el peso de la voz emocional (potenciada desde el entorno
circundante, como condensación de los tres puntos anteriores) debía acallar el juicio realizado por el intelecto, fruto de una observación crítica por parte de mi conciencia (80 %, de naturaleza bárbara).
Así, pues, a mi alma se le solicitaba docilidad, argumentando que debía
suprema obediencia a los adultos que me tenían a su cargo, los cuales
se daba por hecho únicamente querían lo mejor para mí. Y la docilidad se filtraba a través de excusas sin más base que los lazos emocionales que nos mantenían unidos.
No
obstante, la resistencia a ser domado persistía, y mis llamadas a la
coherencia convirtieron mi vida en un recorrido marginal, pues el
entorno permanecía alienado en su autoengaño de que nada malo estaba
ocurriendo. E interpretaban (distorsionadamente) mi actitud defensiva como agresión, y las exigencias de respeto como odio.
Personalmente,
todo ello supuso -ante un clima poco propicio para la evolución
consciente- una verdadera ecuación, un complejo asunto que nadie iba a
resolver por mí. Asumí el compromiso y rompí el pacto…
‘Nuestra civilización, como toda civilización, es un complot. Numerosas divinidades minúsculas, cuyo poder sólo proviene de nuestro consentimiento en no discutirlas,
desvían nuestra mirada del rostro fantástico de la realidad. El complot
tiende a ocultarnos que hay otro mundo en el mundo en que vivimos, y otro hombre en el hombre que somos. Habría que romper el pacto, hacerse bárbaro. Y, ante todo, ser realista. Es decir, partir del principio de que la realidad es desconocida’.
L. Pauwels y J. Bergier, La Rebelión de los Brujos.
Y me hice bárbaro, lo cual
significa que le perdí el respeto a la realidad heredada, edificada
sobre el miedo a verbalizar lo desagradable, lo horrible e injusto que
nos pudiera estar rodeando.
Deduje
que mi conflicto era similar al de la mayoría de los seres humanos,
entendiendo, pues, que todos –de una u otra forma- estábamos expuestos a
los mismos riesgos, los cuales habían sido maquillados (para que su fealdad no fuera evidente) con explicaciones que minimizaban su gravedad; y alusiones constantes a los lazos emocionales y la necesidad de perdonar sistemáticamente las agresiones (no necesariamente físicas). Lo religioso, lo cultural, lo familiar, funcionaba como una pirámide de dominación muy práctica.
Y,
consecuentemente, el modo más efectivo, natural y honesto de enfocar la
problemática en cuestión era poniendo límites al sujeto deshonesto,
conscientemente (o inconscientemente) maligno. Y el modo de hacerlo ha
sido haciéndole entender verbalmente el resultado de sus acciones. Una
vez que esa explicación ha conducido al fracaso (habitualmente ocurre así, a corto o medio plazo),
entra en juego una acción más contundente, que consiste en poner
distancia física entre el emisor (del mal) y el receptor; o bien
directamente privar al individuo de libre movilidad por la periferia de
la que uno es responsable. De esta forma se logra un par de objetivos
que son beneficiosos para las dos partes, pues las almas (20 %)
afectadas por el mal (aunque sólo se trate de la nuestra) están protegidas de los efectos causados por el emisor. En términos espirituales, la conciencia (80 %, que no nos permite actuar del mismo modo que denunciamos)
está desarrollando su función principal: la protección del alma (o
almas, si fuera el caso de existir una responsabilidad por nuestra parte
hacia otros individuos a nuestro cargo) ante los embates de quien no acepta unas condiciones mínimas de respeto hacia los demás.
Al
mismo tiempo, el sujeto que desarrolla un comportamiento pernicioso
tiene la oportunidad –puede que por primera vez en su vida- de observar
que sus actos no siempre han de contar con la pasividad o complacencia de los afectados, lo que puede llegar a generar en él una provechosa reflexión sobre su modus vivendi.
Si
se tratara de un individuo que ha campado a sus anchas, sin veto por
parte de quienes le han conocido (precisamente por los condicionamientos
sociales que han hecho a la población ser permisiva con este tipo de
perfiles psicopáticos), podría darse el caso de que la oportunidad de
variar su conducta viniera precisamente tras una actitud severa e
intransigente por parte de sus afectados. Y a ese veto también se le puede considerar amor: amor, en la defensa hacia el afectado por la agresión; amor, en la oportunidad que se le otorga al agresor para variar su comportamiento.
La experiencia de otros
La exposición ante el mal es un
problema que afecta a todos, pero su resolución no tiene,
necesariamente, que ser la misma. En el llamado mundo de la conciencia…
Para unos, el conflicto sobre el mal se ‘resuelve’ siendo indiferente y/o permisivo con aquel que no
nos roza directamente. Los hay que son –por sistema- críticos con ese
mal lejano, generalmente si se trata de ejemplos muy evidentes de
malignidad. Pero la cosa queda ahí. Podría decirse que, para muchos, el comportamiento maligno se limita a quienes causan un daño evidente y palpable sobre grandes sectores de la población.
Ni siquiera se contempla del mismo modo un perjuicio material (miseria,
hambre, muerte) que un perjuicio moral/espiritual, que tiende a ser
percibido como consecuencia de la ignorancia del causante y no fruto de
un propósito deliberado.
Podríamos
decir que la evidente destrucción que se provoca con la muerte inducida
(caso de los conflictos bélicos), eclipsa la gravedad de la tortura (no
necesariamente a manos de la CIA) a la que se somete en otros ámbitos.
No es nada nuevo: la violencia (mal) de baja intensidad no es noticia. Y
si no es noticia, no hay gravedad.
En esa diferente valoración entre el daño material y el moral/espiritual se advierte la escasa estima que el propio ser humano tiene por su alma. Tal es así que, más allá de los casos de necesidad extrema, el ser humano es muy capaz de ‘vender su alma al diablo’ (o sea, el fin justifica el sacrificio de los principios) por lograr sus objetivos materiales, hasta los más frívolos.
Así,
el daño en una pequeña proporción no es considerado grave. Más aún, se
entiende que nos es causado para el propio aprendizaje espiritual. Se
percibe como un espejo que refleja nuestros propios errores, en una
especie de efecto boomerang. Dicho esto, creo que esta
concepción tan didáctica del mal tiende a ser la respuesta casi absoluta
por parte del ser humano en proceso de evolución consciente; lo cual
evidencia, a mi entender, la limitada comprensión que de la realidad
tenemos, pues manifestamos una infantil tendencia a dar escasas
respuestas (o sólo una) a cuestiones complejas con diversas causas. Esto
nos conduce a una concepción que propone que el mal causado era, de
algún modo, atraído y merecido por el receptor.
De este modo, con aquel mal que sí nos
afecta de un modo más directo se actúa también en términos tibios,
siendo comprensivos, y esperando que el ejecutor del mal (cuya acción se
contempla como un mero error que no merece restitución alguna hacia el
afectado) se aleje de nuestra vida, sin necesidad de hacerle ver que ese comportamiento que ha aplicado es deshonesto, inmoral o maligno.
Basado
en un entendimiento netamente físico de esta tan habitual y
generalizada comprensión de la maldad, que incide directamente en
nuestro espacio cercano, en términos estrictamente didácticos, afirmo
que conduce a la permisión del mal. En dicha tolerancia actúan otros
factores, como son el miedo a la
opinión de los demás, y el miedo a perder la posición social dentro del
ámbito en el que se manifiesta el sujeto que actúa malignamente, sea la
familia, la parroquia, el taller de crecimiento espiritual, el partido
político o la oficina.
Resultado
del firme convencimiento de una gran mayoría en considerar al mal como
una suerte de oportunidad para el aprendizaje, me nace una serie de
reflexiones:
¿Podríamos
considerar que la escasa gravedad que se le otorga al mal –en el mundo
de los buscadores espirituales- que nos afecta directamente, parte de
una combinación de interesados factores culturales?
Por ejemplo, el mal en la familia es minimizado y aceptado –fuera, incluso, del mundo de los buscadores espirituales- en base a la
preponderancia de la vinculación sanguínea, la dependencia emocional
hacia quienes hayan tenido la responsabilidad del sustento, etc.
Entre la pareja el elemento que minimiza la gravedad del mal residen en el principio de aceptación (el ‘acéptame tal como soy’ llevado al extremo), suministro
de relaciones sexuales, interés económico, miedo a la soledad, miedo a
evidenciar -ante el entorno- el fracaso de la relación o la verdadera
naturaleza de la misma.
En ambos casos, el
mal causado es minusvalorado, y el lenguaje con el que causante y
receptor se expresan conduce a ese punto, el de maquillar la realidad.
¿Son
esos dos ejemplos, válidos para entender que, dentro del mundo de los
buscadores espirituales se combinan estos y otros elementos mundanos
(condicionamientos culturales), dando como resultado la tolerancia al
mal?
¿Por qué razón se identifica
el mal únicamente en lo global (élites de todo tipo), y no se hace lo
propio en lo local? ¿Qué hay de aquello de ‘piensa globalmente, actúa
localmente’? ¿De verdad se cree que el mal no se encuentra a menos de
una milla a la redonda de donde estamos?
Ahondando
más en esa tolerancia hacia el mal desde el ámbito espiritual, ¿es
siempre comprendido el mal producido a un tercero, y el mal causado a
uno, en los mismos términos didácticos? ¿Deja de ser un recurso de aprendizaje espiritual cuando nos afecta directamente? ¿Sigue
siendo igual de complaciente la respuesta a aplicar tanto si se trata
de un daño moral como de algo material (salud física, dinero,
propiedades)?
O, por el contrario, ¿existe
algún motivo –de carácter metafísico- que ponga fin a la vigencia de
los principios éticos esenciales, justificando así la permisión del mal?
Si fuera cierto que la indiferencia hacia el mal viene provocada por un
‘código espiritual de luz’, en vez de ser consecuencia de los factores
culturales (analfabetismo espiritual) antes expuestos, ¿en qué momento
dejó de comprenderse que los psicópatas que rigen el mundo, antes de alcanzar sus ‘tronos’, se movían en entornos y círculos más reducidos y caseros?
Finalmente,
el activo combate contra el mal que nos rodea (para diferenciarlo de
aquel otro que está en Washington o en los despachos de Goldman Sachs), ¿es únicamente un compromiso adquirido por una mínima y marginal porción de los buscadores espirituales?
La respuesta parece ser ‘sí’. Escasos son los que anteponen su amistad a la verdad a su amistad al deshonesto.
Ahora
bien, más allá del derecho individual a mantener una posición de
tolerancia hacia el mal, desdeñando su gravedad (por los factores ya
expuestos), o potenciando y generalizando su contenido didáctico, ¿está
la renuncia expresa a combatirlo, mediante la palabra y la acción,
justificada por motivos que no se pueden hallar en lo físico? No lo
creo, pero existe un convencimiento masivo, por parte de los que se
denominan ‘seres de luz’, de que es así; creen
que no tienen el derecho a posicionarse y actuar frente al mal
circundante (sí hacia el lejano). A denunciar el mal que los rodea lo
llaman ‘juzgar’ (y dicen no tener derecho a ello); mientras que la denuncia del mal lejano es considerado como un hecho imprescindible, basado en una especie de comunión o sintonía entre los ‘seres de luz’ y el propio universo que ha sacado a la luz las mentiras de esos psicópatas. No obstante, parecen olvidar que para que esas mentiras globales salieran a flote fue necesario (y siempre lo será) el compromiso de un ser humano honesto. Compromiso arriesgado que no pocas veces se paga con la muerte.
Así
que, resulta que cuando se felicitan por las mentiras planetarias que
se exponen ante la brillante luz del sol, es el universo quien actúa, siendo necesaria la imprescindible y valiente participación de un fulano que se juega la vida en ello; pero cuando el universo espera de ellos
la misma participación en su ámbito privado, se miran unos a otros,
reflexionan sobre lo que se puede perder en la operación, y
–generalmente- se decantan por justificar que sea el universo quien se ensucie las manos, no ellos. ¿Quién le pone, pues, el cascabel al gato? Casi nadie.
Habrá
ocasión de analizar, en un próximo artículo, si la tolerancia al mal,
justificada por los ‘seres de luz’ en su obligación de no juzgar,
beneficia –además de a los psicópatas- a alguien más. Quienes sabemos
que la realidad está compuesta por más elementos que los aparentes nos
preguntamos si, acaso, ‘blindar al psicópata’ es parte
esencial de la ‘hoja de ruta’ final de una entidades que siempre han
demostrado un especial interés por el alma (20 %, emocional) humana.
Personalmente,
me pregunto si esa ‘hoja de ruta’ ha planificado meticulosamente que la
conciencia (80 %) no encarnada, pero que complementa al alma (20 %), no tome forma permanentemente en la psique de su vehículo material, el cuerpo:
Antes
de tratar de responder a estas últimas cuestiones, observemos desde
cerca cómo se escenifica la exposición de las almas (20 %) ante los
comportamientos psicopáticos que acaban generando una espiral de
ignorancia y distorsión que pueden perdurar toda una vida. Espiral que
no se habría formado si el alma se hubiese protegido ante el mal,
poniéndole coto con el ejercicio de la conciencia (80 %) que protege,
denuncia, actúa.
El Árbol de la Vida
Tomemos a una familia, compuesta por dos adultos y sus hijos. Toda la familia personifica a un solo cuerpo:
La
Mamá es la pura imagen de la propia Vida (alma, 20 %, emociones
sublimadas). El Papá es el intelecto que en lugar de fundirse con su
Conciencia elige replicar en él (para proyectar a sus hijos, el alma) el comportamiento propio del Sistema de Control
(SC). Comportamiento que, según mi comprensión de la realidad,
‘alimenta’ a aquellos ‘terceros actores’ (transdimensionales) a los que
me referí antes. Sin embargo, lo que ahora nos interesa es ver cómo se
genera el círculo vicioso del sufrimiento…
Uno
de los niños (alma, 20 %) de esta familia ha decidido cuestionar el
estatus impuesto por el padre (intelecto), consistente en ser una
réplica del humanoide que se mueve con deshonestidad y éxito en el mundo
(SC). En tanto que ese es su propósito, el intelecto no
podrá elevarse a los procesos mentales en los que se manifiesta la
conciencia (80 %), y las almas a su cargo permanecen desprotegidas.
La
madre, fuente de la que han nacido los niños, personifica al individuo
que ha de proteger a sus energías emocionales (el alma de los niños a su
cargo, extensión de la suya). En este caso, no se opone
contundentemente a las directrices marcadas por su intelecto (el padre).
La desprotección a la que está expuesta el alma (los niños) conduce a que el ser humano establezca todo tipo de relaciones tóxicas. En este caso, los niños devuelven a su madre el mismo desprecio por la Vida (que es ella, y el árbol) que siente el intelecto (padre) condicionado por el Sistema de Control.
De
ahí que, una vez que uno de los niños (alma) advierte que su madre es
incapaz de defenderlos, éste arremete contra ella (por extensión, el
Árbol de la Vida), golpeándolo con un palo después de haber robado una
prenda de ropa de su madre.
El círculo del analfabetismo espiritual que crea sufrimiento sigue su curso…
Y, tal como hemos advertido en otras películas icónicas de este Final de los Tiempos, el conflicto paterno-filial (entre un intelecto que no se funde con su conciencia, 80 %, y el alma que sufre las consecuencias) sigue presente:
Luego...
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