La última Navidad en Atlitic - Reseña Informativa

domingo, 31 de enero de 2016

La última Navidad en Atlitic


 

La última Navidad en Atlitic

Aquella tarde hacía más frío que de costumbre, aún faltaban unas horas para que anocheciera pero las nubes pintadas de rosa y oro ya habían cubierto la mayor parte del sol que comenzaba a caer del otro lado de las montañas. La avenida de piedra que llevaba a la parroquia estaba cubierta de nochebuenas rojas y blancas sembradas en pequeñas macetas de barro.

Sobre las calles empedradas colgaban de un lado y otro, líneas interminables de escarcha y ramas de pino meciéndose suavemente con el viento invernal.

Sentí un pinchazo de melancolía en el pecho y suspiré.

Me senté sobre una de las bancas vacías esperando que llegara la noche; la niebla había comenzado a bajar cubriendo la zona de lomeríos; las copas de los pinos, fresnos y encinos habían desaparecido bajo su manto.
En un instante, el aire fue invadido por el inconfundible olor de masa cocida, los tamales de la última posada ya estaban listos para servirse.

Sobre un escenario improvisado a un costado del kiosco dio inicio la pastorela; desde un cielo de cartón brillaba la estrella de un lejano Belén ante la vista imperturbable de los pastores; el diablo era apabullado por las alas descoloridas de los ángeles mientras la gente reía. Quizá hasta ese momento los entendí, ellos eran siempre los pastores, los exiliados, los refugiados, los pobres que por una sola vez tenían la oportunidad de ser los vencedores en una obra interpretada por ellos mismos. La idea de pertenencia y el triunfo era lo que los hacía sonreír. El pesebre seguro era el botín de la batalla: cuatro paredes firmes, comida en la mesa y una familia con quién compartirla.

Al finalizar la obra, las campanas de la parroquia comenzaron a sonar; hombres, mujeres y niños por igual caminaban hacia sus puertas vestidos con sus mejores ropas; los pequeños monaguillos enfundados en sus delgadas albas rojas temblaban de frío mientras repartían a los feligreses el misal.

Ya estaba lista la fila de la procesión a las puertas de la iglesia, dos pequeños representando a José y María la encabezaban, los demás niños llevaban las luces de bengala entre sus manos; al ver la mirada traviesa entre sus ojos no pude evitar sonreír, lo único que ellos querían era que todo aquello acabara para prender las luces, correr e “iluminar” a todos aquellos quienes nos interpusiéramos en su camino.

La letanía comenzó, yo escuchaba a lo lejos los cantos propios de la ceremonia; poco después las puertas se abrieron y los peregrinos entraron con sus velas en mano. En la pequeña plazuela de piedra junto a la cruz ya estaba colocado desde hace días el nacimiento tejido en mimbre, los pequeños José y María caminaron hacia él junto al párroco y el sacristán para terminar la posada y arrullar al niño Jesús.

Cuando la misa empezó me levanté de la banca y comencé a caminar entre los puestos repartidos a lo largo y ancho del kermés; Doña Rosario colocaba sobre la mesa de madera sus enormes buñuelos rociados con azúcar y miel de maguey,  Don Benjamín movía con precisión el tejocote y los trozos de guayaba que flotaban pálidos entre la olla de ponche mientras Lupe –su mujer- ponía sobre una enorme canasta, las galletas de nata que había preparado tan solo unas horas antes.

Miguel y Elías ya estaban sobre las azoteas de sus respectivas casas colocando el mecate de donde colgarían las piñatas que Doña Mari y Conchita llenaban de fruta y dulces a toda prisa.

Una ola de calor se apoderó de mi cuerpo, era una sensación extraña similar a la que produce un abrazo sin embargo estaba sola entre los platones de romeritos, el champurrado y las ollas repletas de tamales.

No sé cuánto tiempo pasé yendo de un lado a otro de la plaza; la misa terminó y los chicos salieron volando de la parroquia correteando entre los puestos con las bengalas; Don Camilo ya había comenzado a prender los cohetones que iluminaban la noche y se perdían entre la niebla, todos mirábamos atentos el volar de las palomillas, las varas de luz y los buscapiés que formaban espirales de colores en el suelo hasta desaparecer entre la hierba.

Doña Paty comenzó a gritar con su voz gangosa y chillona que era hora de romper la piñata; docenas de niños y niñas de todas las edades se congregaron debajo de sus nueve picos y uno a uno –desde el más pequeño hasta el más grande- comenzaron a golpear con todas las fuerzas aquella pobre olla hasta que dio de sí. Junto a la colación, las frutas y los escasos dulces de valor cayeron también los pedazos de barro en las cabezas de los menos afortunados a quienes en un santiamén les robaban lo poco que habían juntado entre sus rodillas aprovechándose de su mala suerte.

El frío arreció y me entraron ganas de regresar a la casa, miré con nostalgia una vez más a todos en el pueblo congregados en la plaza mientras recordaba otras Navidades, en otros tiempos más felices de mi vida.

Caminé sobre la avenida, Héctor y Javier –dos amigos de la infancia- estaban debajo de una higuera poniéndole “piquete” a sus vasos de ponche en la oscuridad. Me saludaron sonrientes, les devolví el saludo y continué mi camino.

Unos metros más adelante, justo donde se encontraba la antigua fábrica, vi a  Doña Carlota emerger pálida y débil desde su ventana.

Ella era la persona más vieja en Atlitic. Su cabello era completamente blanco; en ocasiones podían verse las venas azules de sus manos a través de su piel. Su voz era dulce y pausada, me recordaba la espuma que se formaba ligeramente a las orillas del río cada mañana.

Me saludó con un ligero movimiento de manos y una sonrisa; en ese momento tanto ella como yo entendimos sin decir una sola palabra que era la última vez que nos encontrábamos. Nos vimos la una a la otra con aprecio antes de que su rostro desapareciera nuevamente entre el alféizar.

Ella moriría aquella noche para hacerse parte del bosque, yo me iría del bosque esa misma noche para convertirme en parte de otro lugar. Porque ¿qué es si no eso la vida misma? Un constante cambio, la transformación inminente.

Un desfile interminable de idas y regresos, el caer de máscaras, el cambio de pieles. La fugacidad de la vida que se escapa entre las manos que la muerte acaricia. Y es aquí que estamos todos, perdidos y temblando entre la niebla; huérfanos y asustados esperando el momento oportuno para crecer y volar sin saber que desde que nacimos nos cortaron las alas. La muerte está más allá de nuestro entendimiento y la vida no entiende de razón sin embargo estamos destinados a transitar por ambas.

Solo podemos caminar entre los senderos que otros han hecho o abrir con nuestras propias manos el monte y trazar nuestra propia senda. Decisiones, eso es todo lo que tenemos…

Seguí cuesta arriba, hasta cruzar Coconetla y Tarumba. Un par de murciélagos revoloteaban sobre los árboles en busca de alimento, los grillos no dejaban de cantar su canción; a ellos no les importaba yo, ni mis pasos, ni la Navidad, ni los cohetones que Don Camilo hacia volar en el pueblo. Simplemente existían.

Llegué a la casa, estaba tan fría como el exterior. Prendí las luces, prendí el fogón y dejé que la luz y el calor lo invadieran todo con la esperanza de que aquella mesa llena de fantasmas se iluminara y mis recuerdos fueran absorbidos por la estrella de Belén o por un hoyo negro –me daba igual-

Evoqué cada momento, risa, palabra y lágrima, me sinceré conmigo misma mientras daba sorbos al café. La verdad  es que nunca me importó Dios, ni su nacimiento, tampoco la religión, todo se trataba de la familia; misma que había desaparecido hacía años atrás dejando solo un remanente de amargura y fatalidad.

Ellos se habían transformado en algo inexplicable para mí, quizá en la hierba que se helaba afuera, en el viento que soplaba con fuerza o en las mariposas que no cesaban de girar alrededor del foco; ellos habían cambiado y yo también debía hacerlo.

No me llevaría nada más que la conciencia del fui y la incertidumbre del ser.

Esperé a que amaneciera para marcharme. La espesa niebla aun cubría Atlitic, cerré los ojos para llenar mis pulmones con el olor del bosque una última vez; me despedí en silencio del cerro del venado, del cerro de los niñitos; de mi tendedero congelado y de ese eterno diciembre. Dije adiós al río con una lágrima en los ojos, dije adiós a las hojas ennegrecidas por el frío, dije adiós a los sinuosos caminos que alguna vez me trajeron aquí y que ahora me llevarían lejos.

Esa fue mi última navidad en Atlitic.

Alba Luz Socorro Pérez posada mexicana chiapas
Texto: Paola Klug
Ilustración: “Posada mexicana” de la pintora chiapaneca Alba Luz Socorro Pérez

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