LA GUERRA SE ACERCA
Ling Tan, hombre de paz hasta la ingenuidad, subestima el potencial de los enemigos descritos por los estudiantes que su hijo y Jade escucharon. Necesita seguir creyendo
que aquella tierra es suya, que el cielo que llueve sobre su estanque
le pertenece, que nada podrá llevarse la forma de vida que él y los
suyos han estado experimentando desde siempre.
Entretanto,
Lao Er va al pueblo a comprar el libro para Jade. El chico es
inteligente y sabe corresponder si algún comerciante trata de engañarlo.
Con esto, sensatez y cortesía, se había ganado el aprecio de los
pueblerinos, lo que le hacía sentirse orgulloso de su capacidad para
tratar con ese mundo.
Sin saber
qué libro comprar se dirige a visitar la casa de su hermana. Allí
preguntará a su próspero cuñado, Wu Lien, por una lectura apropiada.
Wu Lien, dedicado al comercio, es hombre de ciudad, pragmático hasta rozar el materialismo más descarado, ausente de ética, nulo de conciencia. Casó con la hermana de Lao Er para poder tenerla –dada su condición de campesina- bajo su control. Las de la ciudad, pensaba, no son tan dóciles de carácter.
Acerca del libro para Jade, le recomienda uno llamado Todos los hombres son hermanos,
donde prevalecen los buenos y la justicia, y los malos son castigados
con dureza. Y ahí concluye la charla, ya que el negocio de Wu Lien es
atacado por un grupo de jóvenes que lo tachan de colaborar con los
japoneses, cuyos productos vende.
Desde
ese episodio la preocupación se instalará en los corazones de toda la
familia de Ling Tan, que observó el vuelo de las aviones enemigas sobre
sus propias cabezas. Hubo más: una de aquellas naves lanzó una bomba
cerca de la propiedad. Perplejo, el pueblo no sabe cómo reaccionar.
Pero
la vida se abre paso y Jade, que ya tiene el regalo de su esposo, le
hace saber a éste que está embarazada. Ambos convienen que, incluso si
es niña, el vástago aprenderá a leer. El cambio ya está en marcha, y Lao
Er lo acepta de buena gana…
La
feliz noticia se vio ensombrecida por los bombardeos que destruían la
ciudad. Una de aquellas noches, Wu Lien, el comerciante vejado, llega a
la casa de su familia política, acompañado por su madre, su mujer y sus
hijos. Lo ha perdido todo. Los que hasta entonces eran sus amigos y
clientes, ahora buscan su muerte.
Ling
Tan, asombrado por el testimonio de su yerno, se decide a ir a la
ciudad con la intención de ver por él mismo los horrores de la guerra.
Le acompaña su hijo pequeño, Lao San, que no soporta aquella visión
sanguinolenta y acaba vomitando, a lo que su padre le dice: No
es una vergüenza que cosas así te den náuseas. Deben dárselas, y
también ira, a todo hombre honrado. Sólo bestias feroces no se
horrorizan viendo lo que se ha hecho a personas inocentes.
En
la casa de té entra un estudiante que arenga a los presentes sobre la
necesidad de luchar y combatir a los invasores. Ling Tan se mira las
manos vacías y se lamenta. No tiene nada con qué luchar. Horrorizados y
asustados, padre e hijo marcharon a casa.
Una
vez el patriarca reconoce que no tiene poder para salvar a su familia,
pide opinión a sus dos hijos mayores. Su yerno no dijo nada. El hijo
mayor haría lo que el padre, esto es, quedarse allí. Pero Lao Er dijo
que se iría a buscar seguridad. Jade está embarazada y aquel lugar ya no
es seguro. Ling Tan, aunque abatido por ver que nada volverá a ser como
antes, no censura la decisión de su hijo.
Los
aviones siguieron pasando durante los siguientes días. Y las incesantes
hileras de gentes que huían de los invasores fueron creciendo. Los
niños y los enfermos que pasaban por allí fueron ayudados, pero nadie se
quedaba en la zona.
Al cabo de
varios días apareció un enorme grupo de personas que arrastraban grandes
piezas de maquinaria. Eran los trabajadores, que se llevaban sus
fábricas a cuestas. Entre ellos había jóvenes que sabían leer y mujeres
con cabellos cortos, como Jade, signo inequívoco de su liberación.
A
ellos se unirían Lao Er y Jade, en dirección a las montañas que están a
mil millas de allí. Aquella decisión era del gusto de Ling Tan, que
dijo que los que carecen de instrucción sólo poseen sus
cuerpos y por eso deben pelear si hay lucha. Pero vosotros, que
acumuláis sabiduría en vuestros cráneos, poseéis un tesoro que no debe
derramarse como la sangre, sino guardarlo para el día en que nosotros
necesitemos que los sabios nos digan cómo hemos de vivir. Y Lao Er y Jade marcharon, integrándose en aquella nutrida alianza de seres…
RESISTIR
Esos que se dirigen hacia las montañas representan a los que no subestimaron el destructivo poder del mal; son los preservadores de la memoria que han de mantener viva durante los tiempos de sometimiento y oscuridad. Por
ellos mismos, por los huesos de sus antepasados, por la dureza
indescriptible de un cautiverio, por las plegarias que otros elevaron
desde cadalsos y pestilentes barracones, deben conservar sus logros y
luchar.
Ling Sao, la
madre de Lao Er, comenzó a echar de menos a Jade. (En la novela, a
diferencia de la versión cinematográfica, aparece una hija más de Ling
Sao, llamada Pansiao. Esta chica, de joven edad, aprendía a leer gracias
a Jade, razón por la que también lamentó su ausencia.) No puede decirse
lo mismo de Orquídea, que era feliz sabiendo que no estaría en casa
quien tanto la regañaba por su holgazanería.
Y
llegó el día en que enmudeció el ruido de aviones y cañones, lo cual
significaba que el enemigo estaba a las puertas. A sangre entraron los
japoneses, imponiendo su caos y violando a las mujeres. La casa de Ling
Tan no fue una excepción: Orquídea fue violada y asesinada, así como la
madre de Wu Lien.
El hambre y la
peste, hijos de todas las guerras, se asentó en la región y se llevó las
vidas de los dos hijos de Lao Ta y Orquídea. ¿Por qué los hombres de paz no se unen y les niegan la vida a los hombres que hacen la guerra?, se pregunta Ling Tan.
Las
calamidades y la destrucción no precisan de mayor interpretación por mi
parte. La pregunta de Ling Tan la hago mía. La respuesta es obvia…
Sólo decir que nuestra civilización dispone de una densa red de
información que, a pesar de la propaganda inherente a las acciones de
los capataces, muestra imágenes espeluznantes de lo que acontece en los
conflictos bélicos.
La respuesta
que podemos ofrecer a esos injustificables horrores, producto de la
consciente mentalidad degenerada de los puercos que tienen el control de
la granja, es variada.
Primero, desde el mismo proceso mental, limpiándonos de la inmundicia que tratan de inocularnos con sus nauseabundas justificaciones.
Segundo, educándonos
y educando sobre la aspiración real a lograr unas sociedades
verdaderamente participativas, en las que aquello que los mediocres
llaman utopía sea una realidad ejecutable. Instruyéndonos para que,
cuando el sistema se desmorone, los que mercadean con la vida humana,
desde el que inspira al enfrentamiento, pasando por el que comercia con
armas, hasta el que enciende la mecha, sean tratados como lo que son:
delincuentes, enemigos de la humanidad, mercenarios al servicio de las
bestias.
Por lo pronto,
nada humilla más a un dirigente criminal que el desprecio en las urnas.
Nada lo incomoda más que el boicot a sus propuestas.
Entretanto,
ahí afuera hay una viva red de disidentes anónimos que denuncia a los
individuos y a las corporaciones que llenan sus bolsillos con el crimen
de Estado. Anónimos disidentes dispuestos a reventar la paz manchada con
la sangre ajena…
Muy posiblemente, el momento de luchar contra el sistema esté por llegar, con otros medios, con una mayor implicación.
¿Será cuando una gélida madrugada os recuerde aquella otra en que el insumergible Titanic
comenzaba a hundirse? Entonces, mientras observáis la implosión que
devora la sagrada estructura del corral, ordenaréis vuestros
pensamientos y llegaréis a un consenso: no cederemos nuestra soberanía, menos aun a los criminales. Ese, amigos, sería un esperanzador comienzo.
CANTANDO LA CANCIÓN DE LA VIDA
Cuando llega la primavera, Lao
Er y Jade regresan a casa. No vienen solos. Les acompaña su hijo, un
niño fuerte que calmará el dolor de sus abuelos.
Los recién llegados han madurado, tomando conciencia de la lucha y de cómo debe emprenderse: Al
enemigo hay que combatirlo abiertamente si la tierra es libre,
secretamente si la tierra se ha perdido. Unidos, como dedos de una mano,
debemos actuar.
Fruto
de ese pensamiento, el hogar de Ling Tan se convierte en refugio de la
resistencia, y ante tanta muerte, el viejo recuerda lo que no debe
olvidarse: Si no queremos destruirnos a nosotros mismos
debemos tener presente una cosa: la paz es buena… los jóvenes no pueden
acordarse de esto; somos nosotros los que debemos recordarlo siempre,
para enseñarles de nuevo que la paz es el alimento del hombre.
Pero
no de todos los hombres… Wu Lien, el mercader, regresa a la ciudad. Ni
él ni su esposa están dispuestos a estar en el lado de los débiles, si
se puede estar cómodamente junto a los opresores. Pero el precio de la
protección nipona es muy caro: delatar a la resistencia. Wu Lien, ducho
en las artes del comercio, se deja comprar por un buen precio. Jade
tenía razón cuando lo llamó perro rastrero.
Sin
embargo, cuanto más difíciles se ponen las cosas para su familia, la
conciencia de Ling Tan va creciendo y expandiéndose, superando las
limitaciones propias de una psique educada en la resignación. Ya no lo
oiremos hablar de su tierra y su cielo. Todo lo del pueblo nos concierne, dice.
Y,
aunque dura, se toma la decisión de acabar con la vida de Wu Lien. Pero
no será un varón quien precipite la ejecución de tal resolución, sino
una mujer: Jade. Debemos actuar, le dice su suegra, mientras ellos
pierden el tiempo hablando. Y la muchacha compra veneno…
Sin
embargo, Jade no pondrá fin a la vida de Wu Lien, sino a la de los
mandos japoneses instalados en la ciudad. Del traidor, a modo de
justicia poética, se encargarán sus protectores. Una muerte que nos
evoca aquel libro que el conspirador recomendase a Lao Er: Todos los hombres son hermanos, donde prevalecen los buenos y la justicia, y los malos son castigados con dureza…
La
consigna que viene de la resistencia es la de quemar las tierras. Sin
alimento, el enemigo podrá ser derrotado. Esto supone un nuevo paso a
superar por el anciano Ling Tan, que escucha la petición de labios de
Lao Er y Jade, en presencia de los demás vecinos. Pero nadie acepta.
Moralmente
derrotado ante una guerra que ha embrutecido a todos los hombres,
incluido Lao San, su hijo más pequeño, Ling Tan se pregunta si al acabar
las hostilidades podrán recuperar su humanidad perdida. Es Jade quien
le dice que, dado que todos se han contaminado con la barbarie, hay que poner la esperanza en los hijos que vendrán, limpios, capaces de crecer y empezar una nueva vida, y que para ello hay que dejar aquellas tierras atrás, calcinadas e inútiles para el enemigo.
El
convincente discurso de su nuera conforta a Ling Tan, que se anima a
llevar a cabo la dolorosa tarea de quemar la propiedad que siempre fue
de su familia. Y junto a su esposa se despide de aquel hogar en que
nacieron todos sus hijos, como antes lo hicieran su abuelo y el padre de
éste.
Y mientras se preparan para partir, el viejo comparte con su esposa sus más tranquilizadores pensamientos:
-Mi
primo dijo que sólo hay un sol y una luna, y si es verdad, todos
compartimos el sol y la luna, ¿por qué no hemos de compartir también la
tierra? Este valle no es todo el mundo, sino sólo una parte de él… y hay
otros hombres como yo, cuyas caras jamás he visto. Hay otros hombres en
otros lugares que también aman la paz y desean el bien y luchan por
conseguirlos. Ese desconocido ya no lo es para mí, sino que es otro
hombre como yo. Si yo pudiera conocerlo en persona, si yo pudiera verle…
-¿De qué te serviría verle si no podríais hablar? –preguntó Ling Sao.
-No necesitarían hablarse –asegura Jade-. Si lo que desean los dos es lo mismo, habría comprensión entre ellos.
-Sí, es cierto… -certifica el anciano-.
No sé por qué esta noche siento que hay una fuerza que rodea el mundo y
que trata de unirnos con el hombre que nos es desconocido.
-Yo también lo siento, padre –concluye Lao Er.
Y
aquellas dos parejas, de juventud y de ancianidad, de vigor y de
cansancio, prendieron fuego a toda la buena tierra y al hogar que les
había visto madurar.
Y, sí, en
verdad, otros hombres y mujeres, igualmente amantes de la paz, tomaron
la misma decisión que Ling Tan… Mientras aquella familia asciende colina
arriba, observa cómo los fuegos se multiplican voluntariamente por todo
el valle. El desolador acto que supone decir adiós a lo que Ling Tan
sentía era parte de sí mismo, fue un ejemplo que cundió por toda aquella
tierra de labranza.
Camino de la China libre, los ancianos se despiden de Lao Er y Jade, que se dirigen a seguir luchando por la libertad.
¿Y el niño? ¿Qué ocurrirá con la criatura que debe crecer libre de los peligros y la crueldad de la guerra? ¿Quién se preocupará de que se instruya, no sólo en la lectura, sino en el arte de vivir, en la paz, en el respeto? Sus abuelos serán buenos padres para él. Así lo quisieron Jade y Lao Er.
Y de este modo fue cómo Ling Tan, aunque tuvo que abandonar sus tierras, no abandono la esperanza tras él, porque llevaba consigo al hijo de Jade.
Aquel niño que era la auténtica estirpe del dragón.
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